-Todavía no me decido… -dijo el escritor.
-Por favor, piense lo que va pedir. Se lo ruego. Tengo que atender otras mesas. O si le parece, vuelvo al rato…
-No, no, no… -repitió el hombre apresuradamente-. Sólo quiero un… Un…
La mesera puso cara de paciencia infinita. Notó con desgano que el escritor sostenía el menú de cabeza. Así no iba a llegar muy lejos.
-Quisiera pedirle, señorita, ahora que lo pienso bien…
El hombre se rascaba la cabeza. Ella estuvo tentada a decirle que volteara el menú, pero decidió mirar aburrida a su alrededor, vigilando el resto del restaurant vacío y apretando rítmicamente el botón de su bolígrafo.
-Qui-sie-ra-pe-dir-le…¡La hora! ¡Dios mío, la hora! Señorita, ¿qué hora tiene?
-Las ocho y media.
-¿De la noche?
-De la noche.
El escritor golpeó la mesa con tanta fuerza que hizo rebotar el azucarero. La mesera lo pescó en el aire con reflejos de gato. Mientras tanto él ya había salido volando… Se escuchó a lo lejos su grito desesperado mientras trataba de parar un taxi.
-¡Lléveme a mi casa! ¡Tengo que escribir una novela! ¡Urgentemente!
La mesera vio que el hombre había dejado un bulto cuadrado en el piso, al lado de la mesa. Era una máquina de escribir.